Noches difuminadas

El sitio era oscuro, estaba lleno de gente, sonaba el Punk Rock más extraño mezclado con los clásicos más bailongos. Se situó al lado de la barra a observar a la fauna más atrevida de Madrid. Había todo tipo de gente, y era divertido inventarse la vida de cada una de esas personas. Se creaban pequeños grupos y se mezclaban entre ellos como si de un ritual se tratase, parecían que todos se conocían, intercambiaban miradas, sonrisas, y también se lanzaban puñales imaginarios. Ese es el encanto.

Cuando la noche parecía presentarse en soledad, pero rodeada de gente, se cruzó la mirada con uno de los asistentes, se hacían los distraídos, como si eso no fuera con ellos, pero era como si el bar empezase a girar hasta que torpemente se chocaron. Empezó él, y entonces bajo esa apariencia de chico tímido, aunque interesante, delgadito, gafas pasta, moreno, patillas, una rotunda y rota voz comentó: «Tú mirada me intimida, pero aún así intentaré mirarte fíjamente y decirte algo lo suficientemente original para que aquí no acabe la conversación». Ella desconfiada le dijo: «5 palabras máximo y el tiempo empieza a contar ya». La seriedad y tensión en el ambiente se palpaba, pero fue ahí, cuando ambos rompieron en una carcajada, el silencio cayó al suelo y se rompió. La conversación era tan superficial como divertida, se estaba en un bar, Nietzsche no tenía cabida en ese diálogo, aunque las referencias culturales se dejaban caer. Tampoco importaba el contenido, porque entre líneas se podía leer algo más, de repente ni la música sonaba, su voz era demasiado engimática para poder dejar de escucharla, así que no importaba el qué, siempre había alguna estúpida pregunta que requería contestación.

Pasaron las horas, y no dejaron de mirarse y hablar, sonreir e inventar, pero llegó el momento en el que cerraron el bar, las luces se encendieron y la música se apagó. Salieron fuera, y en la puerta, donde la gente aún estaba animada y seguía con su fiesta paralela, las conversaciones sobre lo acontecido en esas paredes… Pero ellos tranquilos, y controladores de la situación se miraron. Él le cogio la mano y mirándole a los ojos sin soltarle  le dijo: «mi nombre es Alberto, un verdadero placer», y al acabar esta frase, como caballero andante le besó en la mano. Ella sonrió y le contestó: «Un placer». Sonrieron y ella siguió para un lado, él para otro, pero como en las películas americanas ambos se volvieron.

De camino para casa, una parte de ella le preguntaba: «Por qué no haberle pedido tlf, email… algo para contactar con él», la otra parte le contestaba con otra pregunta: «¿Para qué?», ella sabía que tenía escrito su sino, y que no podía recoger más pedazos de su corazón, no caben más costuras. Empezar algo para acabarlo, disfrutar el momento, pero le preocupaba el Luego de la historia, no veía la necesidad de arriesgar. En ese momento había sido divertido, la soledad, la tristeza, el sentirse vacía y estúpida, el ser Doña Nadie, desapareció por unas horas y había sido perfecta la noche. ¿Por qué arruinarla?

*Relato escrito para una publicación bajo la temática «historias cotidianas del amor y desamor».

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